dissabte, d’octubre 06, 2007

Gaziel i els fets del sis d'octubre

El degoteig de notícies de les darreres setmanes em sumeix en el tedi i la malenconia. La sensació de que tots els límits poden ser ultrapassats. El dic trencat.

No sóc amic de les analogies, acostumen a ser exagerades, cobren vida pròpia i acaben per tenir l'efecte oposat a l'esperat. Els moments històrics no són ni remotament comparables, vagi per endavant, però de tot se'n poden treure lliçons. Llegeixo les columnes periodístiques que Agustí Calvet, Gaziel, va escriure a La Vanguardia –n'era el director– i a Ahora durant la Segona República. Gaziel fou un catalanista reformista, que estava convençut de que el primer problema d'Espanya era el «problema catalán», i creia que la consecució de l'autonomia per a Catalunya (plasmada en el seu Estatut) fundaria una Espanya nova que satisfaria les reivindicacions dels catalans d'una vegada per totes. Gaziel, admirador com tants altres col·legues del sistema parlamentari anglès, implorava diàriament a la classe política espanyola que bastís el nou règim sobre el republicanisme cívic que l'enfortiria i el podria salvar tant de la revolució com de la reacció.

Llegides de carrera, les cròniques de Gaziel resulten desoladores. Al lector l'envaeix una sensació de profunda tristesa en veure com les advertències del periodista no troben oïdes prou audaces per tenir-les en consideració, i com la inèpcia i la insensatesa de la classe dirigent van minant la República dia rera dia. I així arribem als fets del sis d'octubre. Gaziel passa el dia davant la ràdio, sense donar crèdit al que escolta i prenent unes notes que publicarà una setmana més tard sota el títol d'Apuntes de una noche inolvidable (La Vanguardia, 11-X-1934):

Conectan con el propio balcón de la Generalidad. La silenciosa estancia donde yo escucho se inunda de un bronco rumor, como de hervidero humano. Es el gentío apiñado en la Plaza de la República. Miro el paisaje, aguardando. La masa de la ciudad lejana aparece inmóvil, serena, bajo la noche en calma. Parece mentira que de aquel fondo plácido pueda brotar ese rumor de marejada ardiente. Se oyen pasos. Alguien se acerca al balcón. Es él: el Presidente. Es Companys. Una estrepitosa ovación saluda su presencia ante el pueblo. Alguien le habla al lado, en voz baja, en tono vivo, como si le azuzara. Y la voz característica del Presidente, con su acento leridano, se alza en medio de un silencio imponente: Catalans!... Habla fuerte, habla tan claro, tan firme, que seguramente está leyendo lo que dice. Y sus palabras son como otros tantos relámpagos. Proclama el Estado Catalán dentro de la República Federal Española, ofrece asilo al Gobierno provisional que se forme y, finalmente, rompe las relaciones con el Gobierno de Madrid.

Es algo formidable. Mientras escucho me parece como si estuviera soñando. Eso es, ni más ni menos, una declaración de guerra. ¡Y una declaración de guerra –que equivale a jugárselo todo, audazmente, temerariamente– en el preciso instante en que Cataluña, tras largos siglos de sumisión había logrado, sin riesgo alguno, gracias a la República y a la Autonomía, una posición incomparable dentro de España, hasta erigirse en verdadero árbitro, hasta el punto de poder jugar con sus gobiernos como le daba la gana! En estas circunstancias la Generalidad declara la guerra, esto es, fuerza a la violencia al Gobierno de Madrid, cuando jamás el Gobierno de Madrid se atrevió ni se habría atrevido a hacer lo mismo con ella. Y eso, ¿por qué? Por una República Federal Española que nadie pide en España, cuando menos ahora, y por un Estado Catalán que, dada ya la existencia de la Generalidad, no se necesita para nada... Estoy bañado en sudor, realmente aterrado.


En un article publicat una setmana després (La gran interrogación, La Vanguardia 19-X-1934), Gaziel és conscient de l'estocada mortal que aquella irresponsabilitat havia donat a la República, i escriu premonitòriament:


Ahora, esto ha terminado. Quiero decir que se ha terminado la República del 14 de abril. Los que la trajeron están descartados, aniquilados. Los que no la querían son dueños de ella. Y se da el caso portentoso –¡otra cosa de España!– de que la Constitución ha sido desgarrada y pisoteada por los mismos que la votaron, y los encargados ahora de custodiarla son aquellos que la combatieron. En estas condiciones, volvemos a entrar en un período de interinidad, en un período incalculable. La hora presente es un compás de espera. Una espera en la que se dibuja por momentos una gran interrogación: ¿vendrá una república de otra clase... o vendrá otra cosa?

Faltaven encara vint-i-un mesos per al començament de la Guerra Civil.